Después de la guerra civil española y durante unas cuantas décadas el gobierno del general Francisco Franco se entregó a todos los desmanes posibles. Uno de ellos fue esta historia real de 13 jóvenes condenadas a muerte por unos cargos tan absurdos como increíbles y falsos.
No son pocas las películas a lo largo de la historia del cine en las que el mensaje es mucho más importante que la manera de contarlo. Es decir, en las que importa más el contenido que el continente. A todas ellas se suma ahora Las 13 rosas. Para empezar con lo menos positivo del filme, sorprende la elección del director, Emilio Martínez Lázaro, quien en sus muchos años de trabajo ha conocido dos auténticos éxitos de taquilla: El otro lado de la cama y su secuela Los 2 lados de la cama. Dos comedietas banales totalmente alejadas del tono dramático de la historia que ahora nos cuenta. También es sorprendente la aparición de Leticia Savater, nada menos que como una de las burócratas encargadas de custodiar una cárcel de mujeres de la primerísima posguerra. No creo que ningún espectador sea capaz de justificar la presencia de este ser (que lo único que provoca en la audiencia son risas, en un momento dramático) y tampoco le debe resultar fácil la explicación (en caso de que alguien se lo pregunte) a los responsables de producir la película. Tampoco es fácil entender la afabilidad excesiva de la jefa de la prisión, aunque el director reconoce que lo hizo adrede para descargar la tensión en otros personajes.
En fin, como comentaba al principio, en esta ocasión más importante es el mensaje que la manera de contarlo. Y el mensaje es clarito: la dictadura franquista (a pesar de lo que digan algunos corifeos) fue un feudo donde la justicia se la pasaban los militares por el forro de su chaqueta y donde la arbitrariedad podía hacer que acabases con tus huesos en una celda o en un paredón. Ni más ni menos.
Por ese mensaje, y por el papelón de un buen elenco de actrices (entre las que se puede destacar a la ya casi consolidada Nadia de Santiago), la película tiene que verse. En cuanto uno se sienta en la butaca, los errores del filme desaparecen y nos enfrentamos a una cruel y real historia, reflejo de lo que fue nuestro país durante casi cuarenta años. Sin proponérselo, Martínez Lázaro se ha convertido en un historiador capaz de remover conciencias.